FUENTE: http://cuentosdeterrorcortos.blogspot.com.es/search/label/cuentos%20sobre%20escuelas%20embrujadas
Carlos había caminado desde la ruta. Ya le dolían las manos de cargar
sus maletas, y el camino seguía y seguía delante de él. Hacia todos
lados se extendían largamente unos campos resecos que clamaban agua bajo
un sol indiferente. Y algunas cabezas de vaca, de cuencas vacías y
huesos al aire, despojos de la Muerte que merodeaba por allí, fueron
testigos de la caminata de Carlos.
Al ver un maizal amarillento,
notó que un poco más allá de éste se asomaban unas casas: ya estaba
cerca. Al entrar al caserío salieron a ladrarle sin muchas ganas unos
perros flacos, pero fue suficiente para advertir a los pobladores, que
menos osados que sus perros, se asomaban por las ventanas o entreabrían
las puertas. De una de las casas salió un hombre que tenía un sombrero
de paja sobre su cabeza. Éste interceptó a Carlos y le tendió la mano al
saludarlo:
- ¡Buenas tardes! ¿Usted es el maestro que mandaron pa acá?
- Sí, soy
yo -le contestó Carlos, y le dijo su nombre; el otro dijo el suyo junto
a un “Pa servirle”, después volteó rumbo a su casa y le gritó a su
mujer:
- ¡Juana! ¡Traete un jarro de agua pal maestro, mujer! -y seguidamente se dirigió a Carlos:
- Ve aquella casona que está allá arriba, allí es la escuela, es donde usted va a vivir, vio.
Tras tomar el agua que le ofrecieron siguió caminando junto al campesino
de sombrero de paja. Frente a la escuela, que era una casona agrietada
por donde se la mirara, habló un rato con el hombre y luego entró.
Un
pizarrón pequeño, en lo que antes era la sala, indicaba que allí se
daban las clases, y una capa de polvo que cubría todo decía que había
pasado bastante tiempo desde la última.
Recorriendo el resto del
lugar, Carlos concluyó que el edificio había sido el hogar de los dueños
de los campos de la zona, y que luego tal vez lo habían donado a la
gente del caserío.
Eligió una habitación y desempacó las maletas.
Hacia el atardecer golpearon la puerta. Era una muchacha que le traía un
poco de comida; detrás de ella había varios niños sonrientes pero
tímidos como un animalito montaraz.
Cenó temprano, iluminado por
un farol que había llevado, poco después se acostó. El caserío próximo
desapareció detrás de una cortina de oscuridad y se impuso el silencio.
Una serie de ruidos despertó a Carlos. Se sentó en la cama, y en la
oscuridad de la habitación prestó atención a los ruidos. Sonaba como si
un grupo de gente se moviera por la casa. Tanteó la caja de fósforos, y
con el momentáneo fulgor de uno encontró el farol, lo encendió y fue a
investigar.
El corazón le latía fuerte en el pecho al atravesar el corredor. Cuando
creía que de un momento a otro iba a iluminar a los intrusos, no veía a
nadie, y el ruido venía de otro lado. Cuando abría de golpe una puerta,
nada; movía de un lado para el otro el farol, buscando, pero no hallaba
nada. y aunque era un hombre sin tendencias a creer en lo
sobrenatural, estuvo claro para él que se encontraba en una casa
embrujada. Fue hasta su habitación para terminar de vestirse y salir de
allí. Al entrar se topó con la aparición de un hombre cuyo rostro y
cabeza estaban surcados de tajos hondos y anchos. Entonces Carlos
retrocedió hasta salir de la habitación; la aparición sólo lo siguió con
la mirada. Ya en el corredor se echó a correr y así salió de la casa.
Se quedó afuera hasta el amanecer. Confiando en la luz del día empacó
apresuradamente sus maletas. Cuando iba atravesando el caserío, un
hombre que carpía una huerta reseca le preguntó al pasar:
- ¿Pa dónde va, maestro?
- Me tengo que ir. Decidí no quedarme -le
contestó Carlos, e intentó seguir, pero otro campesino lo había visto y
se le interpuso en el camino.
- ¿¡Cómo es eso de que se va!? ¡Usted no nos puede dejar así como así nomás! -gritó este otro.
Algunos escucharon los gritos y se arrimaron con herramientas en las manos. Pronto Carlos estuvo rodeado de miradas de ira.
- Lo siento, les pido disculpas. En cuanto llegue a la ciudad voy a
procurar que envíen a alguien más. Si me permiten pasar ahora me tengo
que ir. Disculpen, permiso.
- ¡Y quién le va a enseñar a nuestros
hijos! -gritó alguien, y otros gritaron también, y los reclamos se
volvieron insultos, y Carlos se vio zarandeado para un lado y para el
otro, algunos lo empujaban, otros tiraban de él, y gritaban cada vez
más, y las voces se enronquecían. La cólera terminó dominando al grupo.
Él intentaba hacerlos razonar, pero la ira de los campesinos sólo
aumentaba. Una pala se levantó entre la muchedumbre iracunda, furiosa, y
descendió velozmente hasta la cabeza de Carlos, y otras herramientas se
alzaron también, descargando su furia en el maestro.
Después el
frenesí dio paso a una calma repentina, y quedaron mirando los restos
ensangrentados de Carlos. Uno de los campesinos miró a los otros y
preguntó:
- ¿Y ahora qué hacemos?
- Lo enterramos en el sótano de la escuela como al otro maestro -propuso uno.
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